Florecida.
Se erguía con una altanería inconsciente entre sus cómplices. La madurez de su
tallo y sus perfilados pétalos hacían de ella la flor más hermosa. El viento le
marcaba el compás de una abstraída
danza.
Quería
poseerla. Ostentar de su figura y ligereza. Sin más dilación, me aproximé a
sesgar su último vínculo. Me paralicé. Sabía que en el momento que lo hiciera,
firmaba su sentencia de muerte. Horas, incluso días. Pero al fin y al cabo,
acabaría marchita por mi egoísmo. Por haber pretendido hacerla mía.
Cuando
su único dueño debe ser el aire que la mece y el sol que la calienta.
G.
No hay comentarios:
Publicar un comentario