lunes, 24 de septiembre de 2012


Florecida. Se erguía con una altanería inconsciente entre sus cómplices. La madurez de su tallo y sus perfilados pétalos hacían de ella la flor más hermosa. El viento le  marcaba el compás de una abstraída danza.
Quería poseerla. Ostentar de su figura y ligereza. Sin más dilación, me aproximé a sesgar su último vínculo. Me paralicé. Sabía que en el momento que lo hiciera, firmaba su sentencia de muerte. Horas, incluso días. Pero al fin y al cabo, acabaría marchita por mi egoísmo. Por haber pretendido hacerla mía.
Cuando su único dueño debe ser el aire que la mece y el sol que la calienta.

G.

No hay comentarios:

Publicar un comentario