Desde
la más tierna infancia nos instruyen en la creencia de que los calcetines deben
acompañar a su par correspondiente. Aún recuerdo cómo mi madre, meticulosa, aunaba
a los semejantes y los doblaba con esmero, mientras yo me dedicaba a observar
embobada la hilera de colores, tamaños y formas que dejaban sus manos.
Una
creencia impuesta. Sistemática. Debe ser así porque siempre ha sido así.
Adiestran a la niñez en el sosiego de una verdad relativa. En la hipnosis de un
testimonio sin justificación alguna. Calcetines. Uno para cada pie. Previamente
diseñado a imagen y semejanza de su compañero. Lo interiorizas, sí. Pero no acabas
de comprenderlo. Inconclusa ante la ausencia de respuesta.
Una
mañana, ojerosa y desganada, sorteé los designios sumida en la inconsciencia y
me atavié con uno diferente para cada pie. Cuando advertí el hecho, no podía
hacer más que seguir la ruta prevista. Me
dispuse a caminar aunque temerosa de ser objeto de miradas indiscretas. No
obstante, había deambulado durante todo el día con ellos y nadie había reparado
en el detalle. Es más, yo seguía siendo esa misma persona que salía cada día bostezando
del portal, mis calcetines habían cambiado, sí, pero sólo eso. Nada más.
Fue
entonces cuando tomé paso firme. Había burlado la convención. Fue una sensación
única. Inigualable. Al día siguiente, los llevaba sin arrepentimiento. Y la
seguridad que desprendía desvaneció la reprobación a la nada. Me daba igual. Resolví entonces la pregunta. Qué más da. Uno
rosa. Uno verde. Uno con puntos. Y otro sin ellos. Qué importa.
Quizá
mi despiste tomara la forma de la excusa perfecta. O quizá no. Tal vez fuera mi
propia voluntad la que no quería llevar los calcetines iguales ¿Quién soy yo, entonces,
para contradecirla?
G.
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