miércoles, 20 de junio de 2012


Desde la más tierna infancia nos instruyen en la creencia de que los calcetines deben acompañar a su par correspondiente. Aún recuerdo cómo mi madre, meticulosa, aunaba a los semejantes y los doblaba con esmero, mientras yo me dedicaba a observar embobada la hilera de colores, tamaños y formas que dejaban sus manos.
Una creencia impuesta. Sistemática. Debe ser así porque siempre ha sido así. Adiestran a la niñez en el sosiego de una verdad relativa. En la hipnosis de un testimonio sin justificación alguna. Calcetines. Uno para cada pie. Previamente diseñado a imagen y semejanza de su compañero. Lo interiorizas, sí. Pero no acabas de comprenderlo. Inconclusa ante la ausencia de respuesta.
Una mañana, ojerosa y desganada, sorteé los designios sumida en la inconsciencia y me atavié con uno diferente para cada pie. Cuando advertí el hecho, no podía hacer más que seguir la ruta prevista.  Me dispuse a caminar aunque temerosa de ser objeto de miradas indiscretas. No obstante, había deambulado durante todo el día con ellos y nadie había reparado en el detalle. Es más, yo seguía siendo esa misma persona que salía cada día bostezando del portal, mis calcetines habían cambiado, sí, pero sólo eso. Nada más.
Fue entonces cuando tomé paso firme. Había burlado la convención. Fue una sensación única. Inigualable. Al día siguiente, los llevaba sin arrepentimiento. Y la seguridad que desprendía desvaneció la reprobación a la nada. Me daba igual.  Resolví entonces la pregunta. Qué más da. Uno rosa. Uno verde. Uno con puntos. Y otro sin ellos. Qué importa.
Quizá mi despiste tomara la forma de la excusa perfecta. O quizá no. Tal vez fuera mi propia voluntad la que no quería llevar los calcetines iguales ¿Quién soy yo, entonces, para contradecirla?

G. 

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