No hay cosa que más odie que almacenar
mi vida en cajas de cartón. Embalar mi existencia para acumularla en trasteros
olvidados. Archivar mis recuerdos en furtivos retiros. Envasar al vacío los
saludos de añoranza. Amontonar en baúles la evocación de una brevedad.
Supongo que ese es el precio de
billete del eterno pasajero. Errante. Nómada. Sin destino permanente. Abocada a
la caducidad. Sin embargo, no me arrepiento. La estabilidad se me antoja
aburrida. Pero cuando llega el momento de despegar los carteles
y recubrir los mapas, suspiras resignada y percibes una punzada en el ánimo. Esa
es la señal indiscutible de que tu impronta queda sellada. Un alivio que amontonas
en la maleta cual trofeo. Junto a los calcetines y al recuerdo. Y así siempre.
G.
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