Vivo sumida en una brevedad que me
aterra plantear. Me desvío al infinito para evitar deliberar acerca de la
turbia fugacidad en la que resido. Me
evado. Rehúyo hasta que la rígida superficie de la realidad, impasible, me
golpea.
Es entonces cuando planteo detener
el eterno círculo, bajarme y sentarme en aquel recoveco a anhelar aquella quietud
olvidada. Me levanto. Exhalo un aliento
de entereza y me resigno a pensar que todo se mantendrá inmóvil hasta mi
llegada. Es entonces cuando te echo de menos. Y cada vez lo hace más a menudo.
G.
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